martes, 12 de febrero de 2013

Volver a empezar


¿Es un cuento? ¿Es una historia?...
Simplemente es un relato basado en hechos reales complementados con algunos delirios que, a veces, tienen mucho mas de verdad que las verdades mismas.
 Dedicado a
“los ángeles de la terapia”

VOLVER A EMPEZAR

El anciano, de barba blanca y bien recortada, me miró con ojos que denotaban un asombro creciente.
-              ¿Que… que hace usted aquí? –
Lo miré haciéndome el que no entendía lo que estaba sucediendo y me encogí de hombros.
-       Que usted esté llamando a esta puerta es un total absurdo… - barboteó - ¿Tiene idea de la increíble cantidad de víctimas suyas que tenemos agendadas? ¿Quién lo mandó para acá? ¿Algún chistoso? –
Lo miré comprensivamente. Mentalmente hice un repaso de lo hecho hasta ahora y si ponía en la balanza los éxitos y los fracasos, buen… mejor no ponerlos.
El anciano se desesperó para que comprendiera.
- No, no, no… aquí hay un error… a Ud. le corresponde… el otro portal…                        ¿ “Capisce”’?... El otro –
Y se estiraba para señalar un portón medio desvencijado que se erguía entre dos nubes violáceas.
Después de asegurarse de que lo había entendido cerró el portón con violencia sin darme tiempo a agradecerle aquella definitiva información.
Caminé tan velozmente como me lo permitía un difícil terreno que se hundía y se levantaba en forma caótica e imprevisible (Como caminar sobre un colchón de agua) hasta que por fin me detuve frente a un portal extremadamente alto. Evidentemente le hacía falta mantenimiento porque se advertía la pintura resquebrajada, y hasta descascarada, en muchos lugares.
Golpee y me quedé esperando.
Pasó un cierto tiempo hasta que oí algún sonido del otro lado. Algo así como un arrastrar de pies que cansinamente se acercaban al pórtico. Me pareció, también, escuchar una protesta ahogada, con seguridad una maldición o algo parecido.
La puerta se abrió bruscamente y tras ella apareció un ser macilento, de aspecto y edad indefinidos. Apenas me vio, el tono pálido, casi marfil, de su cara, comenzó a cambiar de color.
-¿Qué… que hace usted aquí? –
¡Otra vez la misma estúpida pregunta!
-       ¿Qué se yo?... Me… me mando el señor de al lado – balbucee.
-       ¡Que hijo de…! ¡No querido, no!… ¡Aquí no! – Y señalaba con vehemencia el lugar donde se hallaba parado - Si yo lo dejo pasar con seguridad me desprestigia el negocio… acá somos malos… si… pero tenemos nuestros principios… ¡Pero que hijo de…!- Y sin darme ni la menor oportunidad a responder se dio vuelta y se dispuso a cerrar el portal, tal como lo había hecho el personaje anterior.
-       ¡Ah, no viejito! – Exclamé mientras le ponía el pie evitando el portazo que se venía      
     -     Los dos se lavan las manos ¿Y yo qué?... ¿Qué soy yo… el hijo de la pavota? –
           El tipo me miró como si no entendiera mi reclamo.
Eso me puso más verde todavía.
-       Escuchame, pedazo de bofe… Si el cielo no me quiere y el infierno no me acepta… ¿Qué carajos hago yo?… ¿Me querés decir?… ¿Qué carajos hago? –
           Me miró casi con lástima. Se rascó la barbilla. – “Se debería quedar en el limbo, así no               jode más a nadie” – pensó en voz alta.
-       ¡Ma si! – ladró – ¡Mientras no sea para acá agarrá para donde se te antoje! ¿Sabés que podés hacer?... Volvete por donde viniste… y… por – fa - vor… ¡No rompas más! – y sin darme tiempo a reaccionar empujó con tal fuerza el portón que tuve que sacar el pie lo más rápidamente que pude. Llegué a escuchar claramente como colocaba el seguro y algún tipo de tranca, no fuera a ser cosa que yo tuviera alguna posibilidad de filtrarme.
De pronto la iluminación del ambiente había desaparecido y la negrura más espesa parecía envolverme, haciéndose eco de mis atribulados pensamientos.
Muy pequeñita, una luz extremadamente brillante, comenzó a abrirse paso entre las tinieblas. No entendía muy bien lo que sucedía pero me dispuse a esperar. El destello se hacía cada vez más pronunciado y progresivamente iba invadiendo todo el espacio. Me pareció oír voces que provenían del otro lado de la luz.
Lo primero que vi fueron unos frascos, o mejor dicho unos sachés, con unos tubos delgados, transparentes que descendían de su parte inferior. Pronto descubrí que llegaban, como autopistas de una novela de ciencia ficción, hasta incrustarse en mis brazos, transportando un líquido que goteaba apresuradamente.
Sentí una opresión… en realidad una delicada presión sobre mi pecho. La luz intensa me molestaba por eso tuve que parpadear varias veces hasta que pude identificar a una joven doctora quien apoyaba, protectoramente, su mano izquierda sobre mi tórax, mientras que con la derecha controlaba mi pulso.
-       Ya está… por suerte revirtió con la atropina. ¡Uff! – Suspiró – faltó poquito –
Recién recapacité en lo que había pasado.
Por allí escuche “fue un bloqueo aurículo ventricular transitorio”.
“Que lo parió. Así que safé por un pelo - razoné - Ja… que linda jo…”
Y ahí me di cuenta.
Cerré los ojos con fuerza y al abrirlos seguía en el mismo lugar. Tendido, cuan largo soy, en la cama de terapia.
¡Cómo me cagaron!
Ni a un lado ni al otro… Noooo… la cosa tenía que ser peor y los muy hijos de su madre la pensaron bonito.
Nada de pasar para el otro mundo, nada de acabar aquí y ahora. La pena no podía ser peor… me habían condenado a volver a convivir con mis semejantes.
Solamente a ellos se les pudo ocurrir una tortura más sofisticada.
Comprendí que no me quedaba otra alternativa. Traté de aceptar mi condena. Me relajé y dejé que siguieran trabajando.
En el fondo, muy en el fondo, mezclado con las voces de las enfermeras que corrían cumpliendo las órdenes que impartían los médicos, escuchaba, como entre sueños, a Lerner empecinado en canturrear:

“Y mañana será un nuevo día… Volver a empezar”.

Una historia olvidada


UNA HISTORIA OLVIDADA


Estiró el brazo cuanto pudo en un intento vano de detener el estridente sonido del despertador.
Siempre lo sobresaltaba.
Llevaba más de 15 años cumpliendo la misma rutina y todavía no se acostumbraba.
Se sentó en el borde de la cama, localizó el implacable artefacto, tanteó la perilla de la izquierda y la movió casi con desesperación.
Su mujer se arrebujó, aprovechando el calor que su cuerpo había dejado, suspiró con fuerza y continuó durmiendo. Todavía faltaban dos horas para que los chicos se levantaran para ir a la escuela.
Puso la pava a fuego lento y se fue a lavar.
El agua fría lo terminó de despabilar.
Mientras se cepillaba los dientes miró su imagen reflejada en el espejo.
Sonrió.
La barba de dos días le sombreaba el mentón. Más que sombrearlo lo agrisaba. Pero todavía podía tirar unos días más. Tal vez si el domingo salían, entonces sí. Ya vería.
Casi en puntas de pie fue hasta la cocina. La pava como siempre estaba a punto. El agua caliente pero sin hervir. El mate normalmente lo dejaba preparado desde el día anterior para no perder tiempo.
Hacía frío.
Este invierno anunciaba unas temperaturas muy bajas.
Lindo para tomar unos matecitos calientes a las cuatro de la mañana.
Miró por la pequeña ventana que daba al patio. Era noche cerrada. Sin luna.
El trabajo quedaba a unas veinte cuadras. Antes las hacía en bicicleta. Pero se la robaron. La dejó en el galponcito, como de costumbre, y cuando fue a buscarla, al día siguiente, ya no estaba.
Desde entonces caminaba.
Mejor. Caminar es bueno para la salud.
Él era así. Vivía en positivo. Siempre trataba de encontrarle el lado bueno a las cosas. No valía la pena amargarse. Todos lo querían y respetaban. Había ayudado a muchos de sus vecinos y, en muchas oportunidades, hasta venían a pedirle consejos.
Era su forma de ser.
Cuando le pidieron que fuera delegado no aceptó. No... Esas cosas no eran para él... Aunque a veces era mucho más coherente su opinión y le hacían más caso que a los propios representantes.
A Gregorio Perotti lo conocía desde chico. Hijo de un tano laburador había heredado el tesón del padre y poco a poco había formado una pequeña empresa que hoy ocupaba a más de treinta operarios.
El tano, como le decían, siempre había dado el ejemplo. Era el primero en llegar, conocía cada una de las máquinas que con esfuerzo había ido comprando, y tenía la capacidad de discutir con empresarios más gordos para mantener funcionando el negocio.
Eran tiempos difíciles. Claro que sí. Las pequeñas industrias se veían jaqueadas por la importación incontrolada. Pero Gregorio luchaba a brazo partido.
Y él estaba a su lado.
Nunca podría olvidar cuando su mujer se enfermó y el propio Tano, en persona, fue a verla y hasta la hizo atender por su médico particular. Y no dejó de preguntarle hasta que estuvo repuesta.
Eso se reconoce para toda la vida.
Como cuando apareció ese grupo de muchachotes, enmascarados, con la intención de secuestrarlo. Él se metió en el medio para explicarles que estaban equivocados. El patrón era uno de nosotros. Había peleado desde abajo, con mucho esfuerzo. La pucha si él lo sabía. No era justo ni lógico pensar que era un enemigo sólo por que tenía una empresa, pero que, en realidad, era parte de todos.
Eso no era defender al pueblo. Seguro había una equivocación.
Todos sabíamos donde estaba la corrupción... No acá... No en el Tano...
Cada vez que recordaba aquel episodio, casi sin querer se tocaba la frente donde una cicatriz mostraba el sitio donde había recibido el culatazo. Siete puntos le había dicho el médico.
Suerte que otro de los operarios había podido avisar a la seccional que quedaba cerca y cuando  se escuchó la primera sirena los tipos rajaron sin poder hacer nada.
Ese episodio lo confundió un poco. 
El siempre había apoyado a los grupos de lucha. Hasta en alguna oportunidad, y a pesar de las protestas de su familia, había ocultado y curado a un chico que había encontrado  herido en la puerta de su casa.
Entendía, o creía entender, que eran grupos que peleaban en contra de la opresión. El gobierno de facto no era el gobierno del pueblo. Eran patriotas arriesgando la vida por  su país. Pero al atacar a uno de los propios... por el simple hecho de tener mas guita, pero por esfuerzo propio... Algo no cerraba.
Claro, seguro que tenían una información equivocada... si eso era, una información equivocada, nadie puede ser tan estúpido o fanático como para no poder ver ese tipo de cosas.
En fin.
Miró el reloj que estaba sobre la heladera. Aún faltaban unos minutos.
Fue al baño.
Silenciosamente besó a su mujer que seguía profundamente dormida, hizo otro tanto con los chicos. Arropó al varón que, como siempre, daba tantas vueltas que terminaba totalmente destapado. Se colocó el gabán y se dispuso para una nueva jornada.
Cerró la puerta con cuidado.
Metió las llaves en el bolsillo trasero izquierdo.
Se levantó el cuello del abrigo. La respiración, con el frío de la mañana, provocaba nubes de vapor. Le gustaba jugar con eso. Soy un dragón, pensaba, como el del cuento de los chicos, y saco bocanadas de humo cuando quiero. Y aceleraba o disminuía su respiración jugando con los efectos que ello producía.
Ya tenía calculado el tiempo. Caminaba a un ritmo no muy rápido pero sostenido y eso le permitía llegar unos minutos antes del horario de entrada.
Como todos los días caminaba tarareando para sus adentros una canción. Cualquiera. Se le solían pegar tonadas de moda y las repetía inconscientemente.
Era feliz... ¿Era feliz?... Y si...  No podía pedir más. Tenía una familia que lo quería. Una mujer trabajadora que se preocupaba por dos hijos que eran una maravilla. Tenía amigos y un trabajo que le gustaba. Era respetado porque respetaba a todo el mundo... ¿Qué más podía pretender?
Saludó, como siempre al vendedor de diarios. Se cruzó con los mismos de todos los días, que con seguridad, como él, concurrían a sus respectivos trabajos.
En algunos lugares el piso estaba mojado. ¿Había llovido anoche? Ja... Ni se había enterado.
Saltó algunos charcos y en algunos lugares caminó por el medio de la calle hasta encontrar el mejor sitio para ascender a la vereda.
Para llegar a la fábrica tenía que pasar por la zona céntrica lo que hacía que, a pesar de la hora, hubiese más movimiento.
Vio al linyera de siempre durmiendo en el umbral del edificio próximo al banco.
Había muchos autos estacionados, probablemente de los que vivían en los departamentos y que, dadas las circunstancias y al no poder pagar una cochera, los dejaban toda la noche afuera.
Una leve película blanca se extendía sobre los techos y los parabrisas.
Realmente hacía frío.
Una mujer con un bastón cruzó en diagonal hacia donde él caminaba.
Seguro va hasta el banco. Estos jubilados siempre quieren ser los primeros en cobrar. Se rió. Ya me va a tocar a mí.
Vio una Traffic blanca. Seguro la camioneta del laburo, pensó. Le llamó la atención que no tenía inscripciones. ¡Que sé yo!
Sin saber por qué, instintivamente, llevó su mano a la cicatriz de la frente.
Un fogonazo intenso alumbró proyectando sombras siniestras sobre la calle que, en segundos, explotó en múltiples sonidos de metales retorcidos y vidrios que estallaban al compás de la onda expansiva.
No llegó a enterarse. No pudo ver el espectáculo que crecía a su alrededor. No escuchó los sonidos entremezclados de hierros crujientes y voces humanas pidiendo ayuda.
Una esquirla de acero había penetrado justamente a la altura de la frente, allí donde tenía una línea blanquecina que denotaba la herida anterior.
Quedó tendido en el suelo mientras una mancha carmesí se extendía sin límites formando una aureola alrededor de su cabeza.
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Un sonido persistente lo despertó sobresaltado. Trató de extender su brazo  para detenerlo, pero no pudo... Trató de sentarse en la cama... pero no sentía el cuerpo... Comprendió que no era la alarma de su despertador... mas bien parecía una sirena... o algo así... Abrió los ojos y vio gente que corría en todas direcciones... Pensó que iba a llegar tarde a su trabajo... Pensó en su esposa que dormía plácidamente sin suponer lo que estaba sucediendo... En sus hijos que...
Se dio cuenta de lo  que ocurría y trató de entenderlo.
No importa pensó... y, aunque algo no le cerraba en todo esto, se repitió... es por el bien de la patria... Con toda seguridad nuestros hijos tendrán un mundo mejor.
Cerró los ojos... Lenta y progresivamente las imágenes, los sonidos... el dolor... fueron desapareciendo y simplemente se entregó con una sonrisa enrojecida entre los labios.

Las tres preguntas


LAS TRES PREGUNTAS

Revolvía con bronca su café y puteaba por lo bajo. Más específicamente me puteaba.
-       ¡Me cagaste la vida, viejo… me la cagaste! –
Yo le acababa de mostrar el “jueguito”, conocido por cierto, que consistía en tomar una regla, marcar el punto “0” como inicio de la vida, y tomando cada centímetro como décadas, poner el tope ente el “8” o el “9” (con suerte, lo máximo a alcanzar, entre 80 y 90 años). Aceptado esto como una representación gráfica de nuestro existir, la cosa consistía en correr el dedo del “0” hasta la edad actual del interlocutor, con lo que se ponía en evidencia el pequeño tramo que le quedaba por vivir.
Un humor negro, bien negro, pero no, por eso, menos realista.
Muchos no lo tomaban en cuenta, se reían o no, y rápidamente lo olvidaban y muchos otros, como mi amigo, entraban en pánico ante la evidencia matemática del escaso camino que les quedaba por recorrer.
-       ¡Me voy a morir!… ¡¿Te das cuenta de que me voy a morir?! –
-       ¿Y? –
-       ¡Que con tu estúpido jueguito, acabo de descubrir que me voy a morir! –
-       ¡Chocolate por la noticia! Todos nos vamos a morir… Nacemos, nos reproducimos y “aurrevoire”. –
-       Pero es… que… ¡Yo no quiero! –
-       Ja ¡Ahí la cagaste!
-       ¿Por qué la cagaste? No quiero morir. ¡No es lógico? –
-       No –
-       ¿Sos loco, vos? –
-       No querido, no… pensá en esto. ¿Vos querías nacer? –
-       ¿? –
-       ¿Vos pediste nacer o estabas ansioso por asomar tu cabezota al mundo desconocido que te esperaba? –
-       Y… No… En eso tenés razón –
-       Y bien… Así como no querés una cosa, y te obligan… tampoco querés la otra, pero te empujan… no tenés más remedio –
-       Pero ahora soy un adulto que piensa… ¡Que ha hecho su vida! –
-       ¿Y? –
-       Y… que es una vida que no quiero perder… No… quiero –
-       ¿Tanto tenés que no la querés dejar? –
-       Por supuesto –
-       ¿Qué? –
-       Mi familia… mi casa… mi coche… hasta mi perro… -
-       Mi, mi, mi. ¡Que increíble soberbia de posesión! – recapacité – Tu familia vaya uno a saber donde mierda está, cuando te toque… Tu casa, que ha cambiado de dueños infinidad de veces… ¿Sabés cuantas veces habrá querido, ella, que te mudaras para otro lado?...  ¿Tu auto?... bueno, ni hablemos… Dentro de unos años lo cambiás y listo, y ni te preocupás de lo que pase con el…. Si lo van a cuidar o lo van a hacer pelota en el desguase. –
-       ¿Y… mi… perro…? –
-       Mirá, mientras le den de comer…. Te va a extrañar un cachito, pero después de un tiempo… -
-       ¡Pero igual no quiero! –
-       No podés… Cuando te bajen la bandera se acabó todo… Y ¿Sabés qué?... En ese momento, con seguridad, te va a importar un pito lo que pase o deje de pasar, a tu alrededor… ¡A la mierda con la familia, el perro, el gato y la rep… –
-       Vos por que sos un escéptico… pero yo… ¡Que me voy a morir! ¿Te das cuenta? ¡Me voy a morir! –
-       Te prometo que te voy a llevar una flor. ¿Cuál te gusta? –
-       No jodás, boludo… ¿No te das cuenta que ahora mi vida ya no va a ser igual? – Casi gritaba – Cada momento, cada cosa, cada espacio que mire puede ser el último… y yo voy a estar más pendiente de eso que de disfrutarlo… - Prácticamente lloriqueaba - ¿Te das cuenta? –
Apareció de golpe. Tal vez no lo advertimos enfrascados en nuestra obtusa conversación.
Se posicionó frente a nuestra mesa y nos apuntó.
Todo su cuerpo temblaba, haciendo estremecer la 38 con la que nos encañonaba.
Lo vi ahí parado, con un arma que le quedaba grande. Lo miré con desprecio, hice como si no existiera y continué conversando.
-       ¡Dame todo lo que tengas – Gritó
-       ¿Qué cosa? –
Mi amigo abría los ojos desmesuradamente.
-       ¡Dame todo lo que tengas! – repitió, exasperado.
-       ¡Dejate de joder! – Y sin mirarlo agregué - ¿Haceme el favor? ¡Tomátelas! –
El tipo se desorientó por un instante.
-       ¡Mirá que te quemo! – gritó.
-       Te dije que no jodás – repetí calmadamente.
El pibe, al borde de la desesperación apunto a mi amigo.
-       ¡Vamos, dame el reloj o te “aujereo”! –
Mi amigo quería darle todo y que se fuera.
No soportaba la situación. Ni al chorro ni a mí.
Llevó la mano al bolsillo del saco tratando de sacar la billetera.
No sé… tal vez el movimiento resultó poco claro… tal vez el pibe estaba muy nervioso… o muy pasado…
Un sonido seco, como de destapar botellas y en la frente de mi amigo se dibujó una rosa roja.
Una hermosa rosa roja, que se fue destiñendo entre las cejas, mientras, mi amigo, caía de costado con los ojos muy abiertos.
El pibe se sorprendió.
Retrocedió.
Soltó el arma.
Y sin decir palabra salió a los tropezones por la puerta cercana.
Miré la escena aturdido.
Vi el cuerpo de mi amigo sin vida. La sangre que iba formando una aureola alrededor de su cabeza.
La gente recién comenzaba a reaccionar.
Me agaché.
Tomé el revolver y salí rápidamente por la misma puerta.
Miré hacia ambos lados.
La calle, dormida, indiferente, no mostraba indicios de la dirección que podría haber tomado.
Caminé sin rumbo y al azar miré en un callejón lateral.
Y ahí estaba.
Acurrucado contra la pared, temblando, ahí estaba.
Había vomitado.
Me paré enfrente suyo.
Mis pies casi tocaban los de él.
-       ¡No me mate, señor… No me mate! – Sollozaba – No quise… yo no quise… -
Me le quedé mirando un largo rato. En silencio. Luego le sonreí.
-       No te aflijas pibe – susurré – Vos debés ser un enviado del cielo –
Me miró sin entender.
Suave, muy suavemente, deposité el arma a su lado.
Le hice un ademán con la mano y me alejé caminando despaciosamente, entonando mentalmente una canción de Aznavour: “Paris, c´est finis…”.
-       Vos, pibe – exclamé en voz alta mientras me alejaba – me respondiste a las primeras preguntas… “El cuando”… “El como”… - Suspiré – Ahora me falta la otra… la más importante –
Me reí y un gato me miró, los ojos brillando en la oscuridad, la boca curvada como si sonriera haciéndose cómplice de mis pensamientos. Salió huyendo, rápidamente, entre unos botes de basura, sin escuchar el resto de mis elucubraciones.
-       Ahora falta la más importante, ¿Eh? La más importante. ¿Quién es el hijo de puta que marca el comienzo y el final de la regla? –
Y el silencio, que se entremezclaba con las sombras, pareció repetir, como un eco que se burlaba de mi ignorancia.
“¿Quién?, ¿Quién?, ¿Quién?.

Alberto Osvaldo Colonna

El escape


EL ESCAPE

Don Máximo se levantó como todas las mañanas, bien tempranito, y. corriendo como pudo las ollas desparramadas por la cocina, puso a calentar la pava para que desayunara el resto de la familia. Acomodó los cajones de los cubiertos que, como el nombre lo dice, estaban cubiertos de restos de la comida del día anterior, o tal vez del anterior del anterior, y los colocó en su lugar. Encendió la estufa esquivando la ropa que habitualmente colgaba frente a ella, a modo de embanderamiento del comedor. Volvió a poner en su lugar el cucarachicida que como un trofeo lucía sobre la mesada y con un silbo entre los dientes se dispuso a llamar un remís.
A pesar de la fina llovizna y de los escasos 5 grados (Sensación térmica 2.8º) estaba contento, hoy le tocaba ir a hacer gimnasia recuperatoria. Si, recuperatoria, porque, a pesar de su buena voluntad, el corazoncito había dado algunas señales de cansancio y la familia, preocupada, lo había internado, y un médico, que arrastraba con gran dificultad su mochila cargada de conocimientos, había indicado que, aunque no padeciera de nada importante, igual tenía que hacer la infalible gimnasia recuperatoria. Y como eso hacía feliz a su querida familia, pues bien, allí iba Don Máximo sin decir palabra.
No quería molestar y como a esa hora todos dormían, lo más lógico era llamar un remís. Para eso estaban. Nadie perdía su reparador sueño y el señor remisero ganaba unos pesos, que buena falta le debían hacer.
Se tomó su tiempo, ya que si llegaba demasiado temprano lo ponían a pedalear. Sin sentido, pero como para que creyera que estaba haciendo algo. De cualquier manera llamó con tiempo de sobra. Tentó con los números habituales pero, lamentablemente, una voz seca, del otro lado, le respondió que a esa hora no había remises. Recurrió a los números de reserva y en una larga lista leyó “Remises Paraíso”. ¡Qué lindo que le sonó! Llamó optimista y se le dio. Del otro lado una señorita muy amablemente le preguntó la dirección y hacia donde iba y con la misma solicitud exclamó: “Ya se lo envío”.
Máximo esperó. Miró por la ventana. Vio pasar el tiempo. Vio pasar la gente que apuraba para su trabajo. Vio pasar muchísimos autos… pero ninguno era el remís esperado.
Cuando juzgó que había transcurrido demasiado tiempo, más aún, ya iba a estar llegando indefectiblemente tarde, decidió volver a llamar para anular el pedido. Del otro lado la señorita, sin modificar el tono de su voz, le respondió: “En realidad me felicito por no habérselo enviado ya que usted no es cliente”.
Quedó desorientado. La respuesta le produjo una sensación de angustia y frustración. No pudo argüir nada. Dio las gracias y colgó.
Decidió que aún podía intentarlo por las suyas y, sin pensarlo dos veces, se sumergió en la fría llovizna y caminó lo más velozmente que pudo en dirección al Club, donde debía realizar su gimnasia de recuperación.
Fue esquivando charcos y barriales. Veredas rotas y baldosas flojas. Finalmente pudo ver, recostado en el cielo gris, la imagen de la entrada del Club. Fue a peinarse. La lluvia le había desacomodado el cabello y descubrió, con disgusto que, por un pequeño agujerito de su pantalón se le había escurrido el peine que habitualmente lo acompañaba.
-              Lástima, era un recuerdo – pensó casi en voz alta.
Maldijo por lo bajo y se acomodó los pocos pelos que le quedaban con los dedos, justo cuando llegaba a la entrada principal.
Subió los cuatro escalones con decisión y empujo la puerta. Ésta permaneció cerrada a pesar de los repetidos intentos.
Se inclinó y pudo divisar a una señorita que, tranquilamente, trabajaba en una oficina contigua y que lo estaba mirando. Le hizo señas. Entonces la niña se levanto y se dirigió al interior donde habló con alguien que, evidentemente, era el encargado de las llaves del “reino”.
Lo vio venir con gesto de mal humor, pero no habiendo otra alternativa decidió esperar. El joven, que debía ser un ordenanza, abrió las dos puertas. Cuando Máximo entró saludó, sin que nadie respondiera a su saludo. Preguntó si había alguna otra entrada que él no conociera. “Por ahí” señaló el muchacho con un ademán de su cabeza y sin agregar ni una palabra más.
Apuró el paso, subió las dos escaleras hasta alcanzar el gimnasio, pero cuando llegó encontró que ya todos estaban de salida. Miró con desazón al profesor quién, abriendo los brazos, le dio a entender que su tiempo había pasado. Escucho cuando le gritaba “¡Lo siento, viejo lobo de mar. Nos vemos el jueves!”…
No importa, pensó Máximo, “de cualquier manera el ejercicio lo hice igual. Caminé desde casa hasta aquí y ahora de vuelta”.
Se dirigió hacia la avenida del puente y como el caminar velozmente lo había cansado decidió tomar un jugo en la Estación de Servicio que le quedaba de paso.
Se dirigió directamente hacia los grandes refrigeradores que ocupaban la pared del fondo y eligió una bebida sin gas. Miró distraídamente las góndolas repletas de galletitas y golosinas, pero él sabía que eran fruto prohibido. Fue hasta la caja y la niña encargada le extendió el ticket. En ese momento se dio cuenta de que las monedas que había guardado para el remís, y que ahora le iban a servir para comprar la bebida, se le habían escurrido por el mismo agujero por donde había perdido el peine. El mismo bolsillo. El mismo agujero. ¡Y la reputísima madre que me parió!
Balbuceó unas palabras inentiligibles a modo de explicación, devolvió la botella al refrigerador, y salió calladamente, tratando de minimizar el papelón. A pesar de que la niña le repetía que no tenía importancia, que sucedía con suma frecuencia y otra cantidad de cosas que no quiso escuchar.
Caminó ensimismado, metido en sus pensamientos, maldiciendo por lo bajo.
Así malhumorado cruzó las vías, pasó por debajo del puente y caminó por la vereda de la villa.
Algo punzante se le clavó en las costillas.
-              ¡Largá todo lo que tenés, viejo de mierda! –
Le causó gracia. Justito ahora que no tenía un puto mango.
Pero eso fue lo peor.
El primer golpe fue entre el hombro y la cabeza. Cayó por el mismo impulso del culatazo. Los golpes que siguieron le recorrieron la totalidad de su humanidad. Puntapiés, puñetazos y lo que viniese. Ya no le importaba.
-              ¡Para que aprendas a salir con guita… forro! –
Todo cesó de golpe como había empezado.
Había cerrado los ojos y tardó un rato en volver a abrirlos.
No había nadie.
Se enderezó como pudo y tambaleándose caminó hasta su casa.
Por suerte no quedaba muy lejos.
En el camino se fue reponiendo.
Llegó al umbral y tocó el timbre con desesperación.
Después de unos minutos volvió a repetir la operación.
Recién allí oyó la voz de la hija que, semidormida, se asomaba por la puerta.
-              ¿Se puede saber que te pasa? – protestó - ¿Otra vez te olvidaste las llaves? –
-              Abrime… por… favor –
Tuvo que esperar un buen rato hasta que la hija volviera con las llaves y le abriera.
Cuando lo pudo ver bien quedó anonadada.
-              ¿Qué… que te pasó?, ¿Te caíste? –
Apenas si pudo contar lo sucedido… desde el comienzo.
Y ese fue el detalle que faltaba.
La hija empezó a gritar como desaforada. Parecía una poseída. Insultaba a los villeros, a los remiseros y a cuanto santo se le cruzaba por el camino.
Al escuchar los alaridos de la mujer comenzaron a acercarse los vecinos.
Los primeros preguntaron que sucedía. Los segundos se enteraron por los primeros.
-              Si, lo asaltaron los de la villa porque no vinieron los de los remises –
-              Si, los de los remises no lo quisieron llevar y lo asaltaron –
-              Si, los de los remises lo llevaron y lo asaltaron –
-              ¡Fueron los de los remises “Paraíso”! –
-              ¡Es cierto… Siempre hacen lo mismo! –
-              ¡Es hora de terminar con esto! –
-              ¡Vamos todos, vamos! –
La multitud que rápidamente se había juntado ya no escuchaba razones.
Alguien dio la orden y allí se fueron, armados de palos y piedras, en busca de los causantes de tal desgracia.
Los del “Paraíso” los vieron venir pero no entendían que sucedía.
Cuando tomaron conciencia la remisería ya no existía.
Los vidrios del local destrozados. Los muebles en la calle. Los autos abollados y uno volcado de lado.
Sobre el cordón de la vereda la telefonista lloraba desconsoladamente.
Como una manga de langostas, llegaron, destruyeron, desolaron y se fueron.
Y se fueron con la satisfacción del deber cumplido.
Marchaban entrechocándose, inventando cánticos, que todos coreaban casi con furor.
De esta manera llegaron a la casa de Máximo, donde su hija seguía gritando e insultando a todos cuanto componían “esta podrida sociedad corrupta que no le daba aumento de sueldo desde hacía más de diez años pero que alimentaban sus bolsillos y disfrutaban en Punta del Este mientras ella no se había podido tomar ni siquiera unas miserables vacaciones”.
Llegaron, como dije, y así en masa entraron en la casa por el portón lateral.
Los alaridos se unían al sonido estruendoso del bombo que había salido quien sabe de donde, pero que acompañaba los cánticos con una profesionalidad envidiable.
Felices entraron todos… bueno… todos no… se había juntado tal cantidad de gente que ocupaban completamente el ancho de la calle y, por supuesto, era imposible que todos pudiesen entrar.
Estaban los vecinos que habitualmente se entremetían en todo lo que les concernía y no les concernía, los civiles “representantes” del clero, gente que pasaba y fundamentalmente los componentes de la villa, posiblemente hasta el mismo que lo había asaltado, y que no dejaban pasar oportunidad para demostrar su odio hacia la sociedad que los tenía marginados y de paso garrapiñar alguna cosita que nunca estaba de más.
Una cucarachita… una miserable cucaracha fue a cruzarse justo frente la turba embravecida.
Un silencio mortal se extendió por la multitud.
Los que encabezaban la caravana se quedaron mirando con detenimiento el recorrido del insecto. Parecía que el tiempo estaba suspendido salvo para el bicho, que se movía parsimoniosamente ignorando la expectativa que había suscitado.
-              Mi… miren eso… - Exclamó quien parecía haber tomado la conducción del grupo.
Los demás miraron pero no entendieron que era lo que sucedía. Uno de los que estaba en primera fila estiró el pie y aplastó a la cucaracha que se desparramó por el piso con un crakeo característico.
-              ¿No se dan cuenta? – escupió el primero - ¿No ven la mugre que hay acá? –
-              ¡Uhhhhh! – la exclamación fue unánime.
-              ¡De aquí sale toda la porquería que nos infecta el barrio! –
-              ¡Ahhhhh! –
-              ¡Esto es un basural… un raterío… un nido monstruoso de cucarachas!... –
-              Es cierto – comentaron algunos
-              ¡Que asco! – remarcaron otros.
-              ¡Uffffff! – repitió la mayoría.
-              ¡Esto no puede ser! – Se envalentonó el cabecilla - ¡Esto no puede quedar así! –
No hizo falta repetirlo. Voló una antorcha que en medio de la basura se expandió en forma explosiva.
Los de atrás pugnaron por entrar y las puertas cayeron casi sin ruido porque fueron arrastradas por la oleada humana que avanzó destructiva, avasalladora.
La furia justiciera penetró hasta los cimientos.
Algunos corrieron llevando un televisor o una vieja video casetera. Otros, la gran mayoría, destruyeron meticulosamente cuanto había por romper. Los vidrios estallaron, salpicando el espacio, ya sea por los golpes ya por el fuego que acaparó cada rincón hasta hacerse dueño y señor de la escena.
Cuando llegaron los bomberos prácticamente no quedaba nada. Restos humeantes de lo que había sido una orgullosa residencia a pesar de los secretos que escondía. Los techos habían caído sobre la cerámica italiana que se partía por el calor abrasador.
La hija seguía gritando y gesticulando… y así se la llevaron.
Los últimos “vecinos” se escabullían apretando contra su pecho alguna que otra chuchería que habían logrado sustraer.
Como siempre todos formaron un semicírculo para ver “trabajar” a los arriesgados servidores públicos.
Como había poca presión el agua salía conformando un hilo miserable. Pero no importaba… quedaba muy poco por hacer… y, a decir verdad, a nadie le interesaba.
Comenzó como un pequeño resplandor. Una tenue fosforescencia que no podía verse. Se sentía. Diría que era tan sutil que más que sentir se presentía.
Parecía venir de los fondos de lo que fuera la casa.
Fue creciendo, entremezclándose con las columnelas de humo que escapaban de entre los escombros, hasta que finalmente lo invadió todo. Pequeñas luces brillantes que se esparcían ocupándolo todo, escabulléndose por el último rincón de las viejas casas del barrio.
Las caras asombradas de los presentes se habían teñido del marfil amarillento que resbalaba por los frentes de las viviendas vecinas, por los naranjos, que florecieron al unísono, y hasta por la villa que pareció menos villa, más humana, más….
-              ¡Va a estallar! – Gritó alguien. Y todos se protegieron apretándose los unos contra los otros.
Pero no pasó nada.
Esperaron un poco más… y no pasó nada.
Lentamente los más curiosos se fueron acercando.
Los demás los siguieron después.
Y allí en un hueco del terreno, donde milagrosamente (¿?) no había llegado el fuego, yacía sobre su reposera, con los ojos bien abiertos, mirando a un cielo que se abría paso entre las nubes… digo… yacía Don Máximo.
Su rostro transmitía tanta paz que hasta algunas viejas se arrodillaron y otros se hicieron la señal de la cruz.
Don Máximo sonreía y de su sonrisa escapaba el aire cargado de luminosidades.
Nadie supo entender que sus ojos apuntaban a un cielo al que no sabía si pertenecía pero lo que si era seguro, tan seguro como que le valía la sonrisa, había escapado del infierno.
Una ceniza dio un giro y empujada por una brisa caprichosa revoloteó sobre el silencio y se perdió quien sabe donde.
En ese momento comenzó a llover.